Por: María Paula Pardo Vargas*
Cuando las primeras luces del día iluminaron su habitación, Amanda se levantó de la cama de un salto, importándole poco el leve mareo ocasionado por la repentina acción. Se duchó con prisa, pero sin olvidar rasurarse las piernas y aplicar su mascarilla hidratante en las puntas de su cabello largo y artificialmente rubio. Apenas tuvo tiempo de secarse un poco cuando un tumulto de mujeres conformado por su madre, su hermana, su tía, su abuela, dos maquilladoras y una estilista, irrumpieron con prisa en la recámara.
Mientras su madre y su tía se turnaban para apretar el rígido corsé del vestido, casi impidiéndole respirar, la estilista halaba su cabello con una rizadora hirviendo; su hermana discutía con las maquilladoras y su abuela alisaba la falda. Amanda se dedicó a observar su habitación. No era muy grande, apenas el tamaño justo para una cama sencilla, un escritorio y el closet, las paredes estaban llenas de afiches de bandas desintegradas hace décadas, cuyas esquinas descoloridas empezaban a despegarse de los muros, suspiró con nostalgia; esa había sido su última noche durmiendo en su habitación como Amanda Brunt.
Después de que todas quedaran conformes con el peinado y el maquillaje, y le reprocharan el no haber intentado perder algo de peso para quedar mejor en el vestido, su madre, sin la posibilidad de ocultar sus ojos aguados la tomó de las mejillas y pronunció con voz temblorosa: “Mi nena va a casarse”. Amanda sólo atinó a suspirar con molestia subió los ojos entre sus párpados como si se resignara inconforme ante ese excesivo sentimentalismo.
El viaje hasta la catedral en las afueras de la ciudad lo pasó durmiendo con la frente apoyada en la ventana del auto y al bajar fue empujada hacia una habitación cercana junto a su padre y su pequeña sobrina, cuya responsabilidad eran las pesadas argollas matrimoniales. En aquel lugar debían aguardar al inicio de la ceremonia antes de su entrada triunfal por el extenso pasillo de la iglesia.
Fuera de la habitación, la madre de Amanda revisaba los últimos detalles antes del inicio de la ceremonia, cada uno de los ochenta invitados estaba sentado en las bancas dispuestas a ambos lados del pasillo dependiendo de si eran invitados del novio o la novia. Los ramos de flores de las damas de honor y el de su propia hija, al igual que la rosa blanca que llevaba su yerno en el ojal de su traje, se veían demasiado frescos, aun con algunas delicadas gotas de roció adheridas a los frágiles pétalos. La llegada del reverendo marcó el inicio de la ceremonia, más no el fin de sus preocupaciones.
Dentro de la pequeña habitación, tensa como la cuerda de una guitarra, Amanda esperaba su momento. Intentaba recordar los votos que no se había aprendido la noche anterior por estar sumida en profundas cavilaciones respecto al abandono de su dormitorio. Apunto de hiperventilar por el estrés frente a su pálido progenitor, sintió que la ventana exterior del cuarto fue golpeada por una pesada y huesuda mano, con un ligero tono grisáceo.
A la extraña mano le siguió un espantoso rostro, demacrado y con trozos de carne y piel colgantes, permitiendo un atisbo de sus huesos. Con ojos desorbitados e inyectados de sangre, la creatura estampó el rostro con fuerza contra la ventana y siguió forcejeando ante los atónitos ojos de los presentes que observaban horrorizados como más creaturas similares comenzaron a acercarse. La sobrina gritó con fuerza. Uno a uno, con pasos rápidos, aunque desequilibrados, se aproximaron a la pared de la iglesia, trepando unos encima de otros para aporrear furiosamente la ventana, la cual termino por ceder y permitir que se abalanzaran sobre Amanda y sus acompañantes.
En el interior de la iglesia la suave música nupcial anunció la entrada de la novia, cuya elegancia terminó opacada al instante por el ruido de gruñidos bajos que venían detrás de la puerta. La novia y su padre fueron los primeros en abalanzarse sobre los invitados que corrían aterrados, seguidos de una multitud de cadáveres vivientes que derribaban, mordían y asesinaban a los presentes, iniciando un opulento banquete cuyo olor atraía cada vez a más cadáveres.
Jonatan por su parte, observó aterrado como su novia destazaba al padrino unos metros mas allá, antes de correr al patio exterior, donde reposaba su auto. Como buen fanático de los videojuegos apocalípticos, nunca salía de casa sin la antigua escopeta de su padre y un chaleco de cuero con agujeros. Se atalajó como si ejecutara el rol dentro de un esquema ficcional de videojuego, con el objetivo de dar producir un efecto mas heroico a su aparición.
Con firmeza se encaminó hacia la entrada de la iglesia, suficientemente ensimismado por los dilemas sobre el heroísmo y su dramática entrada como para pensar que quizás, en un mundo diferente, a esa hora ya tendría a su esposa en brazos. Un mundo ajeno en el que el inmaculado tapete blanco de la iglesia no se vería cubierto de sangre y de los restos encharcados de sangre de los presentes.
Ocupado en las cavilaciones sobre la impresionante historia que contaría a sus amigos que por una u otra razón no asistieron a la boda; no se dio por enterado que las gruesas balas que perforaban los cadáveres, lejos de terminar con ellos, sólo los dirigían hacia él con una furia atroz y cuyo impertérrito brillo de eternidad resplandecía la pálida mirada, hasta que se vio rodeado, ya de manera irrevocable, de una multitud sedienta de vida que parecía esperar una orden directa para atacar.
FIN
María Paula nació en Bogotá en la última década del milenio pasado. Es traductora de coreano, inglés y actualmente aprende mandarín. Se destaca por ser una voraz lectora y aunque no estudia Literatura, además del centenar de libros que ha leído en su vida, le fascina escribir. Se mueve en el mundo de las finanzas y el comercio internacional y dicen los que la conocen que tiene la habilidad para aprender cualquier cosa. Esta joven no se ve así misma como una genia, pero es consciente que su talento le implica una gran responsabilidad.
Imagen: Terje Sollie
👍👍👍...final completamente inesperado!!!...buenisimo!